domingo, 19 de junio de 2011

Preguntale a tu papá

Mi papá es un tipo increible, lo respeto y amo con toda mi alma. Es un ejemplo de voluntad de hierro, de lucha, de deseos de ser siempre mejor, de aprender. Mi papá creció en una sociedad donde la paternidad era algo muy distinto a lo que es hoy en día. El deber de un padre, mas allá de engendrar una gran cantidad de hijos, era el de proveer para ellos. Todas las otras actividades de la casa, especialmente las relacionadas con los hijos, eran responsabilidad de la madre. Muchos padres de la generación de mi papá, jamas cargaron a sus bebes, jamas los llevaron al colegio, jamas les curaron una "pupa" con un sana sana, jamas los ayudaron a hacer una tarea...

Pero no mi papi: para mi papá yo era su "secretaria". Me sentía tan importante con ese rol...era la encargada de prepararle el whisky que lo relajaba todas las noches al llegar del trabajo, de traerle las pantuflas, y de ayudarlo a pintar a mano los letreros de las ofertas de la tienda, los precios que se ponia a la mercancia en las vidrieras, y a preparar las cajas de regalo hechas en casa para los clientes. A poner las rejas con las que se protegia la vidriera de noche, y luego las santamarias y los candados.

Gracias a todo esto aprendí a preparar cocteles, a estar pendiente de la esquina por donde doblaban mis papas para llegar a casa, a tener un pulso firme con el pincel y el marcador...Aprendí que si lloras el papel se moja y tienes que empezar todo de nuevo, asi que es mejor hacer las cosas con buen animo.Entendí que un poquito de cola blanca diluida rinde muuuuuucho para pegar papel y cartón, que las cuchillas de cortar, aun sin filo, pueden ser muy utiles, y que nada se desperdicia.  Aprendi a contar dos veces el vuelto antes de darlo y siempre decir gracias. Aprendi que uno nunca debe salir a hacer una diligencia sin llevar unos caramelitos en el bolsillo, para ganar simpatias. 

Aprendí gracias a su dedicación a enseñarme todas estas cosas, el valor de la perseverancia, de volverlo a hacer si no quedó bien, a ver el precio de algo antes de comprarlo, a que una cosa bien hecha por tus propias manos es mucho mas bonita que comprada. Aprendí que si haces que alguien sonria, cantandole o contandole un chiste, las cosas son mucho mas faciles para todos.

Algunas de mis amigas tenian papas choferes, que las llevaban a las fiestas o al cine, o papás que les compraban todos los trapos y corotos imaginables. Mi papá nunca hizo eso. Pero mi papá me dedicaba tiempo, se sentaba conmigo, nos llevaba a la playa y a los museos. Esos momentos con mi papá estan entre los recuerdos mas felices de mi infancia.

Ya de mayor lo vi enfrentarse con valentia y buen humor a sus enfermedades, derrotando dos canceres y sobreviviendo a un aparatoso arrollamiento a los 80 años de edad. Un milagro andante, un hombre de hierro, asi lo llamaban en la clinica donde todos le daban por muerto cuando llegó inconsciente a emergencias.

Ese es mi papi, el hombre que hoy celebro, que forma parte de mi esencia. El abuelo que todavia encuentra enrgia para disfrutar de sus nietos, que aun se emociona con los goles de España en el mundial, que me muestra cada dia los ejercicios que hace para sentirse mejor.

Tambien es el hombre que con tristeza veo apagarse, extinguirse, escaparse de la vida, a pesar de todos nuestros intentos de animarlo. El que ahora me enseña la dura lección de tener que decir adios, de aceptar que ya esta cansado, que el luchador ya no quiere seguir luchando. Es probablemente la mas dura de las lecciones que me ha tocado aprender. Entender que ya su tiempo paso, que ya vivio su vida y que ahora se prepara para irse, aceptar que esta despidiendose, y acompañarlo en ese adios, respetarle ese derecho a pesar de saber que nos va a doler tanto no tenerlo.

Aceptar que la muerte es parte de la vida es la ultima lección que mi papá me esta enseñando y como me pasaba a menudo, me da rabia, me niego a aceptarlo, pero en el fondo se que tiene razón. Asi que papi, nuevamente feliz dia, y gracias por todo lo que me das, te amo desde el fondo de mi corazón.

miércoles, 15 de junio de 2011

Muchacho no es gente

Uno de los errores más comunes que comentemos como sociedad es pensar que los niños son "inferiores" al resto de los seres humanos. En Venezuela tenemos un dicho popular, que escuchamos frecuentemente y que reza que "Muchacho no es gente". 

Lo cierto es que muchas personas tratan a los niños como si no tuvieran sentimientos, necesidades y perspectivas propias. Los padres solemos pensar que los niños son prolongaciones de nosotros mismos, y muchas veces asumimos que lo que nosotros sentimos, vemos o percibimos, es igual para ellos. Desdeñamos sus miedos y preocupaciones, simplemente porque a nosotros nos parecen absurdas, sin entender que las nuestras propias son muchas veces tan ilógicas como las de ellos o más. ¿O es que el miedo al fracaso tiene más sentido que el miedo al coco? Irrespetamos sus ritmos naturales, por ser diferentes de los nuestros, y los forzamos a acostarse, comer y bañarse cuando nosotros decidimos, y no cuando ellos tienen sueño, hambre y calor.

Prácticamente desde que nacen, comenzamos a irrespetar a nuestros hijos, pretendiendo que sean ellos los que se adapten a nuestro ambiente, a nuestro ritmo, a nuestras necesidades. Luego cuando nuestros hijos empiezan a mostrar más independencia, nos empeñamos en hacerlos "entrar por el aro", en muchas ocasiones sin siquiera preguntarles porque su rebeldía ante nuestras "ordenes". ¿Porque entonces nos sorprendemos cuando esos mismos niños irrespetan a sus padres, hermanos y maestros?

La escuela, aun desde sus niveles mas iníciales, se preocupa mucho menos aun por las individualidades de cada niño, y pretendemos que todos ellos se mantengan sentados por horas, obedezcan reglas, e incluso vayan a hacer sus necesidades en el momento que los maestros deciden. Y si el niño no acepta de buena gana estas regulaciones, entonces lo tildamos de enfermo, le adjudicamos un síndrome de deficiencia de atención y los drogamos para que se queden tranquilitos oyendo sus clases y sin protestar. 

¿Cuántos de nosotros adultos aceptaríamos que nos trataran de esa misma manera?

Cuando aprendemos a tratar a los niños como individuos que merecen respeto, a aceptar sus diferencias y particularidades, aprendemos a escucharlos realmente, como escuchamos a los adultos, a tener empatía con ellos, a ponernos en sus zapatos y tratar de entender su mundo. La comunicación entonces se hace más fluida y ellos aprenden que tienen nuestro respeto, que sus sentimientos son valederos y que pueden compartirlos con nosotros. Así les enseñamos no solamente a respetar a los demás, sino a respetarse a sí mismos, y a exigir que los demás les respeten de la misma manera.

Así que los invito a decirle a todos, especialmente a sus chiquitos, que muchacho si es gente, y merece respeto.

Completo mi reflexión con la letra de una de mis canciones favoritas de Joan Manuel Serrat, Esos locos bajitos:

A menudo los hijos se nos parecen, 
así nos dan la primera satisfacción; 
esos que se menean con nuestros gestos, 
echando mano a cuanto hay a su alrededor.

Esos locos bajitos que se incorporan 
con los ojos abiertos de par en par, 
sin respeto al horario ni a las costumbres 
y a los que, por su bien, hay que domesticar. 

Niño, deja ya de joder con la pelota. 
Niño, que eso no se dice, 
que eso no se hace, 
que eso no se toca. 

Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma, 
nuestros rencores y nuestro porvenir. 
Por eso nos parece que son de goma 
y que les bastan nuestros cuentos para dormir. 

Nos empeñamos en dirigir sus vidas 
sin saber el oficio y sin vocación. 
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones 
con la leche templada y en cada canción. 

Niño, deja ya de joder con la pelota... 

Nada ni nadie puede impedir que sufran, 
que las agujas avancen en el reloj, 
que decidan por ellos, que se equivoquen, 
que crezcan y que un día nos digan adiós

miércoles, 8 de junio de 2011

Perdonar es de sabios

La semana pasada escribí aquí acerca de equivocarse y de admitir nuestros errores. Hoy quiero compartir algunas referencias con respecto al perdón.

Como padres estamos muy acostumbrados a perdonar a nuestros hijos. Por mucho que queramos que sean cada vez mejores y que tengamos grandes expectativas para ellos, siempre estamos dispuestos a perdonarlos cuando fallan o se equivocan, a darles consuelo cuando las cosas no les salen como ellos quieren. Desde el amor inmenso que les tenemos, no podemos hacer otra cosa que perdonar compasivamente sus omisiones, sus travesuras, y hasta las cosas de sus personalidades que no nos gustan tanto.

Lamentablemente, muchos de nosotros no estamos tan dispuestos a perdonar cuando se trata de nuestros propios errores. No solo como padres, sino como seres humanos, siempre nos estamos recordando nuestros defectos, nuestras fallas, las cosas que deberíamos haber hecho de otra manera. Una vez leí que ese estado de culpa constante es el verdadero infierno del que se habla en las escrituras...el fuego siempre ardiente de la culpa.

Cuando nació mi primer hijo recuerdo sentirme culpable cada día: si no me daba tiempo de bañarlo, si no lograba que durmiera lo suficiente, si pasaba demasiado tiempo con el pañal mojado, si lloraba, si llevaba los zapatos sucios al colegio, si no se comía la merienda...en fin, una lista interminable de culpas. Luego me di cuenta de que no podía controlarlo todo, de que mi hijo estaba bien, y que a pesar de mis errores de madre primeriza, el me perdonaba y me amaba igual. No fue fácil darme cuenta de esto por mí misma. La vida me puso un signo grande de “pare” frente a los ojos. Mi cuerpo se detuvo y yo me tuve que detener a ver que pasaba.

Los sentimientos de culpa generan una energía negativa y una ansiedad que lejos de ayudarnos a crecer como personas, nos bloquea la energía, nos llena de miedo y nos paraliza. Muchas de las enfermedades que nos agobian en este mundo moderno se derivan de estos sentimientos de incapacidad. Entonces como

Siempre me he preguntado porque nos cuesta tanto perdonarnos a nosotros mismos las cosas más nimias, y perdonamos con tanta facilidad en otros las cosas más graves. ¿Donde aprendemos a tratarnos con tanta crueldad a nosotros mismos? ¿En qué momento de nuestro desarrollo aprendemos a ser tan duros? ¿Cómo prevenimos que nuestros hijos sean de la misma manera?

Muchas veces sin darnos cuenta, les enseñamos a nuestros hijos que tienen que “merecer” nuestro amor. Les decimos con nuestra actitud y nuestro lenguaje corporal que cuando se “portan mal”, es decir, cuando no hacen lo que nosotros esperamos de ellos, no tienen nuestro afecto. Los castigamos cuando lloran para expresar sus necesidades. Los hacemos sentir que hay algo malo intrínseco en ellos cuando hacen algo mal. Entendemos como disciplina el decirle al niño que es malo, que es irresponsable, que es egoísta, que es sucio… Así poco a poco les vamos enseñando que ellos son intrínsecamente malos, y que tienen que esforzarse en “ser buenos” para que la gente, aun la más cercana a ti, te quiera y te acepte. Vamos desde pequeñitos aprendiendo a no confiar en nuestros instintos, en lo que sentimos, sino en buscar la aprobación externa de lo que hacemos.

Si queremos que nuestros hijos no vivan en el mundo de la culpa, y para que aprendan a perdonarse, debemos comenzar a enseñarles desde bebes que equivocarse está bien, que expresar sus sentimientos está bien, que aun cuando se “porten mal” siguen siendo “buenos” en su esencia, en su interior. Nosotros como padres debemos aprender a perdonarnos también a nosotros mismos, a reírnos de nuestros propios errores, a celebrar nuestros fallos, y a confiar en nuestra esencia y nuestros instintos.